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                                   EL SAGRADO DERECHO DE PALABRA

                                                      (Ensayo)

 

Es por todos sabido que no resulta nada fácil desarrollarse dentro del ámbito de una sociedad cualquiera. Al ser cada persona un universo diferente, encontramos de manera general variados obstáculos que impiden un proceso lineal y equilibrado que nos haga sentir en plenitud de acción y, en total convencimiento sobre una mediana igualdad de criterios ante distintas eventualidades que se presentan a diario, pues, para lo que para uno tiene un sentido, no lo tiene tanto para el otro. Es decir: Todos miramos desde distintos ángulos una situación cualquiera. Por eso soy un convencido de que mi opinión, por la que me juego al dejarla plasmada en un papel, puede ser interpretada de distinta manera por mis lectores. Algunos acordarán en un alto porcentaje la línea de mi pensamiento; otros no tanto y, estarán aquellos también que residirán en abierta oposición. Dejar entonces expuesto un pensamiento en un escrito tiene sus pros y sus contras.

 

Sus pros, pueden ser sí, valerse de la libertad, aquella que llevamos implícita desde el momento que atesoramos el ser. Otra, apelar a la posibilidad de hacerlo sin censura previa, a diferencia de otros pensadores que para poder documentar su opinión, debieron estar recluidos en oscuras catacumbas, sometidos a forzosos exilios o, por qué no, pagar con sus propias vidas el atrevimiento de escribir lo que se piensa y se siente.

 

Las contras pueden ser varias. Una de ellas, creo y la más importante si es que se escribe sin hipocresía, es desnudar el alma. Parece poca cosa decir eso pero, cuando se desnuda el alma, quedan expuestas nuestras propias falencias; nuestras propias debilidades; nuestras propias intencionalidades y, ante esas eventualidades tan finitas y sutiles, no tenemos otra alternativa que asumir una sagrada responsabilidad que es nada más y nada menos que tratar de “no borrar con el codo lo que escribimos con la mano”, pero como somos seres humanos, limitados, débiles y cambiantes, estamos también de alguna manera, condicionado por naturaleza a evolucionar, en el mejor de los casos, lo que no quita que por alguna razón o circunstancia particular, sufrir una involución y rever lo que ayer pensamos y testimoniamos con tanto convencimiento.

 

Todo eso me lleva a pensar que la vida que llevamos los que nos atrevemos a realizar esta sublime tarea, que ella no deja ser una arriesgada aventura no exenta de peligros y contradicciones. . . porque: ¿Qué se busca cuando se escribe opinando? ¿Decir lo justo? ¿Cambiar lo que parece incambiable? ¿Despertar convicciones aparentemente dormidas? ¿Denunciar lo que muchos callan? etc., etc., etc. entre las cosas más importantes, creo yo. Es tratar de encontrarse cara a cara con la verdad pero, el solo hecho de pronunciar la palabra verdad, de antemano sabemos que esa palabra es muy grande y muy perfecta y, dista mucho nuestra capacidad para tratar de alcanzarla. Lo descubrimos a diario mientras trabajamos, pues al intentar redondear un pensamiento, de ser lo más explícito y abarcativo posible, leemos y releemos el texto una y mil veces y nos damos cuenta que son infinitos los caminos que tenemos para llegar a una conclusión convencedora, que lo que pensamos recién, podemos dentro de unos instantes modificarlo. No digo cambiarlo pero sí utilizar otros términos que se ajusten más a nuestros cambiantes criterios. Si todo eso nos resulta difícil, cuánto más lo será  entonces, acoplar nuestras ideas con nuestras palabras a otro ser que vive otras circunstancias, otro tiempo y dentro de otra piel.

 

De todas maneras ¿No es bello acaso tener un pensamiento y difundirlo por medio de la palabra oral escrita o como fuere?. . . ¡Es maravilloso! ¡Es mágico! Pero, para poder realizar eso tan valedero, primero tenemos que aprender a escuchar y, creo yo, que esa es una actitud muy poco puesta en práctica- me incluyo-  Todos queremos hablar; todos queremos opinar. Es una constante en una reunión social, familiar etc. que todos hablemos y muy poco nos escuchemos. No estoy diciendo que cada uno realice un soliloquio interminable, simplemente sería saludable que al menos el que se enuncia termine de redondear un contenido, sin ser interrumpido con una historia similar o más grandilocuente, de ese modo algo aprenderemos, caso contrario eso no deja de ser un parloteo estéril que no enriquece a nadie. Y lo más importante aquí es que cada uno de nosotros aprenda un poquito de cada uno.

 

El otro punto donde quería llegar es nada más y nada menos que tratar de escuchar las voces del mundo. . . ¡Vaya que si tiene cosa para decirnos! Me pregunto: ¿Interpretamos fielmente el sonido del viento cuando mece la copa de los álamos? ¿Somos capaces de captar el canto del agua cuando golpea la roca o cuando serpentea entre la gramilla? ¿El canto de los pájaros; el zumbido de los insectos etc. etc. etc.?

 

 El día que logremos eso, nuestras palabras estarán impregnadas de sabiduría, de dulzura, de encanto y ya no seremos seres parlantes que hablamos en demasía y somos muy poco escuchados, incluso, hasta por nosotros mismos.

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